Los que sobreviven nunca son los mismos
Información del libro
Resumen
Los que sobreviven nunca son los mismos porque después de un suceso, de un trauma, de una rutina fastidiosa, de una vida, nadie puede volver por completo a un estado de inocencia. Algunos se ponen en manos del destino, de Dios, de la vergüenza, del tiempo inexorable. Otros no sobreviven.
Relato ``Días de arena y mar``
«Días de arena y mar»
Los dos cuerpos son un solo bulto. Los colores se amontonan uno sobre otro. Sobresale la morena cabeza de una niña de unos catorce o quince años por allí y la espalda de otra figura femenina y sinuosa por allá. Escondidos ambos cuerpos duermen de espaldas al mar que, indiferente, permite que lo monte un solitario velero que se pierde por la línea del horizonte. Hay más cuerpos que caminan por la orilla del mar. Delgados y en forma unos, encorvados, obesos, infames, lustrosos, lamentables casi todos. Sus voces molestan aún más que su visión. Estridentes y orgullosas unas, prepotentes y agresivas otras. Sin embargo, nada parece turbar el sueño de aquellas niñas bajo el informe montón de bolsas de basura y mochilas que velan sus sueños.
Un poco más lejos distingo un sombrero de paja que parece más bien de señora, pero que porta un joven inglés que había llamado mi atención días antes. Suele sentarse cerca de la orilla cada mañana, que coincide con mi hora de tomar el sol justo antes de que la playa esté atestada. Sólo se quita la camiseta color pastel un momento, cuando el sol aún no calienta demasiado. Lleva gafas. Su cuerpo es ciertamente enclenque, ya se observan los rasgos que harán de él un inglés de mediana edad. Se baña una sola vez, pero se le ve incapaz de disfrutar y, a cada paso, vuelve la cabeza para comprobar que sus preciadas posesiones continúan donde las ha dejado. A saber: una colección de donuts, galletitas de nata y coco, una toalla, el móvil, las gafas de sol y un libro de John Irving. Hay algo en él que me lleva a pensar que va por la vida pisando huevos. Siempre con miedo, siempre aferrado a su bolsa. Apenas alza la mirada del libro ni cuando pasa alguien a su lado levantando arena. El resto de la fotografía de grupo lo componen tres viejas con sendos bikinis que juegan al parchís impertérritas, varias parejas algo fondonas y los vigilantes de la Cruz Roja que se entretienen haciendo abdominales porque entre semejante colección de personajes nadie se adentraría lo suficiente en el mar. Nadie osaría sorprender a Zeus con un ataque de furibunda inconsciencia. Todos los que estábamos allí sabíamos a ciencia cierta que moriríamos algún día o quizá de un momento a otro. Pero lo que teníamos muy claro es que no sería al adentrarnos en las no tan puras ni cristalinas aguas de un mar en calma tras la tormenta de la noche anterior.
Un gorrión da pequeños saltos en busca de algo que comer. Está más bien flaco. Parece joven e inexperto.
El joven británico se aplica a la lectura de las más de cuatrocientas páginas del libro, mientras una esmirriada mujer sujeta una pamela de color negro frente al socorrista cubano que parece destacar por ser un ejercitado Don Juan, a juzgar por los comentarios de sus compañeros.
Aún es temprano y no han llegado los abuelos con sus nietos que, más que humanos, parecen aguiluchos que desaforadamente reclaman más y más atención. El joven británico, a punto de marcharse, sacude la toalla muy aplicado y con poco éxito, como cabía esperar. Un poco más allá, una mujer algo mayor se siente indispuesta y el grupo de socorristas va en su ayuda. Ya empieza a lucir un sol justiciero surgido de entre el mar. Los dos cuerpecitos siguen durmiendo cada vez más rodeados de sombrillas y tumbonas. Me pregunto desde cuándo estarán ahí.
Las bolsas de supermercado reconvertidas en bolsas playeras se me asemejan a todos los paseantes de la orilla reutilizados tras sus vacaciones como secretarias, empleados de banca, jubilados, obreros, amas de casa, funcionarios o estudiantes. Esa es su principal ocupación. Y la mía, como me había propuesto, radiografiar sus vidas en un instante impúdico en el que muestran más vergüenzas de las que les gustaría. Y esas vidas, más o menos inventadas o intuidas, cumplirán con los cánones de la mediocridad y el aburrimiento.
La mujer indispuesta regresa sujetándose con fuerza a su marido. Me mira el socorrista de la torre o eso me gustaría. A lo lejos alguien no puede sujetar la sombrilla y demasiado cerca de mí, un hombre de aire antiguo, a lo James Coburn, tiene una faria apagada entre los labios. A nadie más que a mí parecen darle asco las untuosas colchonetas de las tumbonas de alquiler a las que, graciosamente, se les da la vuelta con cada nuevo cliente.
A medida que el sol avanza los dos cuerpecitos muestran ser jóvenes y esbeltos, se despojan de las bolsas, deciden cambiarse de bañador y beber unos sorbos de agua. ¿Se habrán escapado de casa?
Poco a poco me siento rodeada. ¿Es posible que no sean personas sino leones africanos dispuestos a devorarme a una señal del César? Porque los gladiadores salen a la arena para morir.
Llegan unos reporteros de televisión. El sol se vuelve más y más tosco. No hay nada agradable en su forma de manosearme. El hombre de las tumbonas se protege del sol bajo una sombrilla.
Estoy segura de que, de haberme fijado bien, habría visto al fotógrafo que ha tomado una instantánea en esta playa o en otra muy parecida. Dentro de un siglo alguien verá los semblantes fatuos y la vulgar existencia de los que aquí estamos cuando ya no estemos. Felices o no. Melancólicos o no. Lechosos, exhibicionistas, solitarios, extranjeros, torpes figurines de una fotografía que otros verán dentro de muchos, muchos años mientras es posible que alguien diga que nuestras costumbres eran tristes, que nuestras miradas parecían vacías. Verán lo indecoroso de nuestras conductas, los tatuajes mal hechos, los pechos caídos. Pero para entonces seremos como pequeños Ícaros que se han acomodado al sol del verano.